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Capítulo 8—La tentación
Después de su bautismo, Cristo fue guiado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado del diablo.
En realidad, no fue al desierto en busca de la tentación, sino que
fue guiado por el Espíritu de Dios. Deseaba estar solo para meditar
acerca de su misión y su obra.
Por medio de la oración y el ayuno debía prepararse para recorrer
la senda ensangrentada que lo esperaba. Como Satanás sabía donde
estaba fue allí para tentarlo.
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Cuando Jesús dejó el Jordán, su rostro brillaba con la gloria de
Dios. Pero después que entró en el desierto, ese esplendor desapa-
reció. Su semblante mostraba dolor y angustia a causa de que los
pecados del mundo pesaban sobre él. Los hombres nunca sufrirán
nada semejante: estaba padeciendo por los pecadores.
En el Edén, Adán y Eva habían desobedecido a Dios al comer
del fruto prohibido, lo que como consecuencia trajo el sufrimiento y
la muerte al mundo.
Cristo vino para dar un ejemplo de obediencia. En el desierto,
después de ayunar cuarenta días, no actuó en contra de la voluntad
de su Padre, ni siquiera para obtener alimento.
Una de las tentaciones que vencieron a nuestros primeros padres
fue la satisfacción del apetito. Sin embargo, por medio de este largo
ayuno, Cristo iba a demostrar al hombre que los deseos pueden ser
dominados.
Satanás tienta a los hombres en la complacencia, porque eso
debilita el cuerpo y oscurece la mente. Sabe que de esta manera
puede engañarlos y destruirlos más fácilmente.
El ejemplo de Cristo enseña que todo deseo malo debe ser venci-
do. Los apetitos no han de gobernarnos, sino que nosotros debemos
dominarlos a ellos.
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