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Capítulo 21—Ante Herodes
Herodes nunca se había encontrado con Jesús, pero hacía mucho
tiempo que deseaba verlo con el fin de presenciar su poder maravi-
lloso. Cuando el Salvador fue traído ante su presencia, la turba se
apiñó alrededor de él, unos clamando una cosa y otros gritando otra.
Herodes ordenó silencio, porque deseaba interrogar al preso.
Miró con curiosidad y lástima el pálido rostro de Cristo. Vio allí
las evidencias de una sabiduría profunda y de una pureza inmaculada.
Al igual que Pilato, se convenció de que sólo la malicia y la envidia
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habían inducido a los judíos a acusar al Salvador.
Herodes insistió en que Cristo realizara delante de él uno de sus
milagros maravillosos. Le prometió liberarlo si así lo hacía. Hizo
traer personas tullidas y deformes y ordenó a Jesús que las sanara.
Pero el Salvador no contestó; estaba ante Herodes como quien no
oye ni ve.
El Hijo de Dios había tomado sobre sí la naturaleza humana.
Debía actuar como cualquier hombre actuaría en circunstancias
similares. Por lo tanto, no podía obrar un milagro para satisfacer la
curiosidad, o para salvarse del dolor y la humillación.
Sus acusadores se aterrorizaron cuando Herodes ordenó a Cristo
que hiciera un milagro. De todas las cosas, lo que más temían era
una manifestación de su poder divino. Eso hubiera significado el
fracaso de sus planes y tal vez les habría costado la vida. De manera
que empezaron a gritar que Jesús obraba milagros por el poder de
Beelzebú, príncipe de los demonios.
Varios años antes de esto, Herodes había escuchado las enseñan-
zas de Juan el Bautista. Aunque había sido profundamente impre-
sionado por ellas, no había abandonado su vida de intemperancia
y pecado. Su corazón se fue endureciendo más, a tal punto que en
cierto día, bajo los efectos de la bebida, mandó decapitar al profeta
para complacer a la perversa Herodías.
Su corazón ahora se había endurecido más todavía. No podía
soportar el silencio de Jesús. Su rostro se desdibujó a causa del enojo
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