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Ante Herodes
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y con toda furia amenazó al Salvador, que aún permanecía silencioso
e inmóvil.
Cristo había venido al mundo para sanar a los quebrantados de
corazón. Si en ese momento, pronunciando alguna palabra, hubiese
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podido sanar las heridas de las personas enfermas de pecado, no
habría guardado silencio. Pero no tenía palabras para aquellos que
querían solamente pisotear la verdad bajo sus pies profanos.
El Salvador podía hablarle a Herodes palabras que atravezaran
los oídos del rey endurecido. Podía herirlo de temor y temblor,
colocando ante él toda la iniquidad de su vida, y el horror de su
inminente condenación. Pero el silencio de Cristo fue el más severo
reproche que podría haberle hecho.
Aquellos oídos que habían estado siempre abiertos para escuchar
el clamor del dolor humano, no tenían lugar para la orden de Herodes.
Aquel corazón siempre conmovido por la súplica, aun del peor de los
pecadores, estaba cerrado al rey arrogante que no sentía necesidad
de un Salvador.
Lleno de ira, Herodes se volvió a la multitud y denunció a Jesús
como un impostor. Pero los acusadores del Salvador sabían muy
bien que no era un impostor. Habían presenciado tantas veces sus
maravillosas obras, que ahora les resultaba imposible creer semejante
acusación.
Entonces el rey comenzó a insultar y ridiculizar al Hijo de Dios.
“Entonces Herodes con sus soldados lo menospreció, y se burló de
él, vistiéndolo con una ropa espléndida”.
Lucas 23:11
.
Cuando el rey malvado vio que Jesús aceptaba en silencio toda
esa injusticia, lo conmovió un repentino temor de que el que estaba
delante él no fuera un hombre común. Se sintió perplejo al pensar
que este preso pudiera ser un personaje celestial que había bajado a
la tierra.
Herodes no se atrevió ratificar la condenación de Jesús. Quería
liberarse de la terrible responsabilidad y lo envió de vuelta a Pilato.
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