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Capítulo 24—La muerte de Cristo
Al deponer su preciosa vida, Cristo no tuvo el consuelo de sen-
tirse fortalecido por un gozo triunfal. Su corazón estaba quebrantado
por la angustia y oprimido por la tristeza. Pero no fue el dolor o el
temor de la muerte lo que causó su sufrimiento. Fue el peso tortu-
rante del pecado del mundo y el sentimiento de hallarse separado
del amor de su Padre. Eso quebrantó su corazón y aceleró la muerte.
Cristo sintió la angustia que los pecadores sentirán cuando des-
pierten para darse cuenta de la carga de su culpa, para comprender
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que se han separado para siempre del gozo y de la paz del cielo.
Los ángeles contemplaron con asombro la agonía de la. deses-
peración soportada por el Hijo de Dios. Su angustia mental fue tan
intensa, que apenas sintió el dolor de la cruz.
La muerte de Jesús
La naturaleza misma se conmovió por la escena. El sol, que había
brillado claramente hasta el mediodía, de repente pareció borrarse
del cielo. Todo lo que rodeaba la cruz fue envuelto en tinieblas tan
profundas como la más negra medianoche. Esta oscuridad sobrena-
tural duró tres horas completas.
Un terror hasta entonces desconocido se apoderó de la multi-
tud. Los que maldecían y denigraban dejaron de hacerlo. Hombres,
mujeres y niños cayeron sobre la tierra presa del terror.
Fuertes relámpagos fulguraban de tanto en tanto, rasgando la
nube e iluminando la cruz y al Redentor crucificado. Todos creyeron
que había llegado el tiempo de su retribución.
A la hora nona las tinieblas se fueron disipando sobre la gente,
pero todavía envolvían con su manto al Salvador. Los relámpagos
parecían dirigidos hacia él mientras pendía de la cruz. Fue entonces
cuando pronunció el desesperado clamor:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
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