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La muerte de Cristo
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Mientras tanto las tinieblas se habían asentado sobre Jerusalén y
las llanuras de Judea. Cuando todas las miradas se volvieron hacia
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la ciudad condenada, vieron los fieros relámpagos de la ira de Dios
dirigidos hacia ella.
Repentinamente las tinieblas se disiparon de la cruz, y Jesús
exclamó en tono claro y con voz como de trompeta, que parecía
resonar por toda la creación:
“¡Consumado es!”
Juan 19:30
. “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”.
Lucas 23:46
.
Una luz envolvió a la cruz, y el rostro del Salvador brilló con
una gloria semejante a la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre
su pecho y murió.
La multitud que rodeaba la cruz quedó paralizada y, conteniendo
la respiración, contempló al Salvador. De nuevo las tinieblas descen-
dieron sobre la tierra. En los aires se oyó el retumbar de un trueno
intenso, acompañado de un violento terremoto.
La gente fue sacudida y a montones arrojada en tierra. Siguió
una terrible escena de confusión y terror. En las montañas cercanas,
las rocas fueron partidas y se desmoronaron con estrépito hacia
los valles. Las tumbas se rompieron y se abrieron, y muchos de
los muertos fueron arrojados desde adentro. La creación parecía
desintegrarse en átomos. Los sacerdotes, los príncipes, los soldados
y el pueblo, mudos de terror, yacían postrados en el suelo.
En el momento de la muerte de Cristo, algunos de los sacerdotes
se hallaban oficiando en el templo de Jerusalén. Sintieron el remezón
del terremoto, y en el mismo instante el velo del templo que separaba
el lugar santo del santísimo fue rasgado en dos, desde arriba hacia
abajo, por la misma mano misteriosa que había escrito las palabras
de condenación sobre los muros del palacio de Belsasar. El lugar
santísimo del santuario terrenal dejó de ser sagrado. Nunca más se
revelaría la presencia de Dios sobre el propiciatorio. Nunca más
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se manifestaría la aceptación o el desagrado de Dios por medio de
una luz o una sombra en las piedras preciosas del pectoral del sumo
pontífice.