Página 275 - La Voz

Basic HTML Version

Los pioneros del adventismo
271
Dios le daba la voz
—Cuando yo tenía unos 11 años de edad,
escuché a un ministro leer la historia de cuando Pedro estaba en la
prisión, como se registra en el libro de Los Hechos de los Apóstoles;
él leía de una manera tan impresionante que los detalles de la historia
y toda su realidad parecía pasar frente a mis ojos. Tan profunda fue
la impresión en mi mente, que nunca la he olvidado.
Cuando años después yo estaba hablando en reuniones generales,
me encontré de nuevo con ese hombre, y al final de mi discurso
me preguntó: “¿Cómo logra usted tener una voz tan maravillosa?”
Le contesté que el Señor me la había dado. Cuando empecé mis
labores públicas no tenía voz, excepto cuando me paraba frente a
una congregación para hablar. En otras ocasiones no podía hablar
más que en un susurro. “Y”, añadí, “he pensado muchas veces en
lo que usted le contestaba a la gente cuando alguien le preguntaba
cómo había llegado a ser ministro. Usted les decía que sus amigos le
[436]
decían que usted nunca iba a llegar a ser un ministro, porque usted no
hablaba adecuadamente; pero que usted iba y hablaba a los árboles
en los bosques; y cuando manipulaba a los bueyes, les hablaba como
si estuviera en una reunión. ‘Así aprendí a hablar en público’, decía
usted”.—
Manuscrito 91, 1903
.
Recibía ayuda divina al hablar
—Al día siguiente estaba en-
ferma y muy débil. El resfriado se había apoderado de mi cuerpo.
Dudaba que pudiera hablar a la mañana siguiente. Pero me arriesgué
a que los hermanos hicieran una cita, para que yo hablara el sábado
al mediodía. Me puse en las manos del Señor; porque yo sabía que
a menos que él me ayudara, no podría hablar más que unas pocas
palabras. Me sentía muy mal de la cabeza y la garganta. Estaba tan
ronca que apenas podía hablar en voz alta.
El sábado por la mañana no me sentí mejor. A la hora señalada,
fui a la capilla y la encontré llena. Temí fracasar, pero empecé a
hablar. En el momento en que empecé a hablar, recibí fuerzas. Se
me quitó la ronquera, y hablé sin dificultad cerca de una hora. La
enfermedad pareció desaparecer y la mente estaba clara. Cuando
terminé de hablar, me puse ronca de nuevo y empecé a toser y
estornudar como antes.
Para mí esta experiencia fue una marcada evidencia de la ayuda
divina.—
The Review and Herald, 19 de julio de 1906
.