El trabajo a favor de los que yerra
Cristo se identificó con las necesidades de la gente. Sus necesi-
dades y sufrimientos eran los suyos. El dice: “Tuve hambre, y me
disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fuí huésped, y
me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis;
estuve en la cárcel, y vinisteis a mí.”
Mateo 25:35, 36
. Los siervos
de Dios deben tener en su corazón tierno afecto y sincero amor por
los discípulos de Cristo. Deben manifestar el profundo interés que
Cristo hace resaltar en el cuidado del pastor por la oveja perdida;
deben seguir el ejemplo dado por Cristo y manifestar la misma com-
pasión y amabilidad y el mismo amor tierno y compasivo que él nos
demostró a nosotros.
Las grandes potencias morales del alma son la fe, la esperanza
y el amor. Si éstas son inactivas, el predicador puede tener todo el
celo y fervor que quiera, pero su labor no será aceptada por Dios
y no podrá beneficiar a la iglesia. El ministro de Cristo, que lleva
el mensaje solemne de Dios a la gente, debe proceder siempre con
justicia, amar la misericordia y andar humildemente delante de Dios.
Si está el espíritu de Cristo en el corazón, inclinará toda facultad
del alma a nutrir y proteger las ovejas de su dehesa, como fiel y
verdadero pastor. El amor es la cadena de oro que liga mutuamente
los corazones con vínculos voluntarios de amistad, ternura y fiel
constancia, y que liga el alma a Dios.
Entre los hermanos hay una decidida falta de amor, compasión
y piadosa ternura. Los ministros de Cristo son demasiado fríos e
inexorables. Sus corazones no arden de tierna compasión y ferviente
amor. La más pura y más elevada devoción a Dios es la que se
manifiesta en los deseos y esfuerzos más fervientes por ganar almas
[323]
para Cristo. La razón por la cual los ministros que predican la ver-
dad presente no tienen más éxito, consiste en que son deficientes,
muy deficientes, en fe, esperanza y amor. Todos nosotros tenemos
que afrontar y soportar trabajos y conflictos, actos de abnegación
Testimonios para la Iglesia 3:186-188 (1872)
.
303