Viene una gran angusti
Vi en la tierra una angustia mayor de la que hemos presenciado
hasta aquí. Oí gemidos y clamores de angustia, y vi grandes com-
pañías empeñadas en batalla. Oí el tronar del cañón, el fragor de
las armas, la lucha cuerpo a cuerpo, y los gemidos y oraciones de
los moribundos. El suelo estaba cubierto de heridos y muertos. Vi
familias desconsoladas y desesperadas, que sufrían privaciones en
muchas moradas. Ahora mismo muchas familias sufren privaciones;
pero esto aumentará. Los rostros de muchos parecían demacrados,
pálidos y afectados por el hambre.
Me fué mostrado que el pueblo de Dios debiera estar íntima-
mente unido por los vínculos de la comunión y el amor cristianos.
Sólo Dios puede ser nuestro escudo y fortaleza en este tiempo de
calamidades nacionales. El pueblo de Dios debe despertarse. Debe
aprovechar sus oportunidades de diseminar la verdad, porque éstas
no durarán mucho. Me fué mostrada angustia y perplejidad y hambre
en la tierra. Satanás procura mantener al pueblo de Dios en un estado
de inactividad, e impedirle que desempeñe su parte en la difusión de
la verdad, para que al fin sea pesado en la balanza y hallado falto.
El pueblo de Dios debe recibir la amonestación y discernir las
señales de los tiempos. Las señales de la venida de Cristo son de-
masiado claras para que se las ponga en duda; en vista de estas
cosas, cada uno de los que profesan la verdad debe ser un predicador
vivo. Dios invita a todos, tanto predicadores como laicos, a que se
despierten. Todo el cielo está conmovido. Las escenas de la historia
terrenal están llegando rápidamente al fin. Vivimos en medio de los
peligros de los postreros días. Mayores peligros nos esperan, y sin
embargo, no estamos despiertos. La falta de actividad y fervor en la
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causa de Dios es espantosa. Este estupor mortal proviene de Satanás.
El domina la mente de los observadores del sábado no consagrados,
y los induce a sentir celos unos de otros, a criticarse y censurarse.
Es su obra especial dividir los corazones, para que la influencia,
Testimonios para la Iglesia 1:260-264 (1862)
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