Página 118 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
los hemos puesto en sujeción. No descuidamos la vara, pero antes
de usarla, tratamos de hacerles ver su falta; luego oramos con ellos.
Procuramos hacer comprender a nuestros hijos que nos haríamos
merecedores del desagrado de Dios si los excusáramos en el pecado.
Nuestros esfuerzos fueron bendecidos para su propio bien. Su mayor
placer consistía en complacernos. No estaban libres de faltas, pero
creíamos que ellos serían corderitos en el rebaño de Cristo.
En 1860 la muerte cruzó el umbral de nuestra puerta y rompió
la rama más joven del árbol de nuestra familia. El pequeño Herbert,
nacido el 20 de septiembre de 1860, murió el 14 de diciembre del
mismo año. Cuando se quebró esa tierna rama, nadie sabrá el su-
frimiento que experimentamos, fuera de los que han seguido a sus
hijitos prometedores a la tumba.
Pero cuando murió nuestro noble hijo Enriqu
, a la edad de
16 años; cuando nuestro dulce cantor fue llevado a la tumba y ya
no escuchamos más sus cantos, nuestro hogar quedó muy solitario.
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Ambos padres y los dos hijos que quedaban, sentimos el golpe en
forma muy fuerte. Pero Dios nos consoló en nuestra aflicción, y
llenos de fe y valor seguimos adelante en la obra que él nos había
encomendado, con grandes esperanzas de encontrar a nuestros hijos,
quienes nos habían sido arrancados por la muerte, en el mundo en el
que la enfermedad y la muerte no existirán.
En agosto de 1865, mi esposo fue repentinamente afectado por
un ataque de parálisis. Este fue un duro golpe, no sólo para mí y
mis hijos, sino también para la causa de Dios. Las iglesias se vieron
privadas tanto de los esfuerzos de mi esposo como de los míos
propios. Satanás triunfó al quedar de esta manera estorbada la obra
de la verdad. Pero damos gracias a Dios porque no se le permitió
destruirnos. Después de haber estado alejada de todo trabajo activo
durante quince meses, nuevamente emprendimos juntos la tarea de
trabajar por las iglesias.
Habiendo comprendido finalmente que mi esposo no se recupe-
raría de su larga enfermedad mientras permaneciera inactivo, y que
había llegado el momento cuando yo debía salir y dar mi testimo-
nio al pueblo, decidí hacer un viaje por la parte norte de Míchigan,
acompañada por mi esposo, a pesar de que él se hallaba en un esta-
Enrique N. White murió en Topsham, Maine, el 8 de diciembre de 1863.