Los internados
Al asistir a nuestros colegios muchos jóvenes quedan separados
de las tiernas y refrenadoras influencias del hogar. Precisamente
en la época de la vida en que necesitan observación vigilante son
arrebatados a la restricción de la influencia y autoridad paternas y
colocados en compañía de un gran número de jóvenes de igual edad
y de caracteres y costumbres de vida diversos. Muchos de estos
han recibido en su infancia escasa disciplina y son superficiales y
frívolos; otros han sido reprimidos hasta el exceso y al alejarse de las
manos que tenían tal vez demasiado tirantes las riendas del mando,
creyeron que tenían libertad para proceder como quisieran. Despre-
cian hasta el mismo pensamiento de la restricción. Esas compañías
aumentan grandemente los peligros de los jóvenes.
Los internados de nuestras escuelas se han establecido para que
nuestros jóvenes no sean llevados de aquí para allá y expuestos a las
influencias perjudiciales que abundan por doquiera, sino que, hasta
donde sea posible, se les ofrezca la atmósfera de un hogar para que
se protejan de las tentaciones conducentes a la inmoralidad y sean
guiados a Jesús. La familia del cielo representa lo que debiera ser
la familia de la tierra, y los hogares de nuestras escuelas, donde se
reúnen jóvenes que buscan una preparación para el servicio de Dios,
debieran aproximarse tanto como fuera posible al modelo divino.
Los maestros que están a cargo de estos hogares llevan graves
responsabilidades, pues tienen que hacer las veces de padres y ma-
dres, demostrando, lo mismo para uno que para todos los alumnos,
un interés semejante al que los padres demuestran por sus hijos.
Los diversos elementos del carácter de los jóvenes con quienes
tienen que tratar les imponen muchas cargas pesadas, y necesitan
mucho tacto y paciencia para inclinar en la dirección debida las
inteligencias que han sido desviadas por la mala enseñanza. Los
maestros necesitan gran capacidad directiva; deben ser fieles a los
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principios; y, sin embargo, prudentes y benignos, uniendo la disci-
plina al amor y a la simpatía propia de Cristo. Debieran ser hombres
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