Página 268 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 6 (2004)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 6
a Cristo. Las personas tales no deben dedicar su tiempo y fuerza
a un niño huérfano que requiere constante cuidado y atención. No
deberán atarse las manos voluntariamente.
Hogares para huérfanos
Cuando se haya hecho todo lo posible para atender a los huérfa-
nos en nuestros propios hogares, quedarán todavía muchos meneste-
rosos en el mundo que deberán ser atendidos. Pueden ser andrajosos,
sin gracia y en nada atrayentes; pero fueron comprados con precio,
y son tan estimables a la vista de Dios como nuestros propios pe-
queñuelos. Son propiedad de Dios, y por ellos son responsables los
cristianos. “Sus almas—dice Dios—demandaré de tu mano”.
Cuidar de estos menesterosos es buena obra; pero en esta época
del mundo, el Señor no ordena a nuestro pueblo que establezca
grandes y costosos establecimientos con este fin. Sin embargo, si
hay entre nosotros quienes se sientan llamados por Dios a establecer
instituciones dedicadas a cuidar de los niños huérfanos, cumplan lo
que consideran su deber. Pero al hacerlo deben solicitar la ayuda
del mundo. No deben recurrir al pueblo a quien el Señor confió la
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obra más importante que haya sido dada a los hombres: una obra
que consiste en proclamar el último mensaje de misericordia a todas
las naciones, tribus, lenguas y pueblos. La tesorería del Señor debe
mantener un excedente para sostener la obra del Evangelio en “las
regiones remotas”.
Los que sienten la preocupación de establecer tales instituciones,
deben emplear personas hábiles para presentar sus necesidades y
recaudar fondos. Despierten a la gente del mundo, recurran a las
iglesias de otras denominaciones; a los hombres que sienten la
necesidad de que se haga algo en favor de los pobres y huérfanos. En
toda iglesia hay quienes temen a Dios. Diríjanse a ellos, porque Dios
les ha dado esta obra. Las instituciones que han sido establecidas
por nuestro pueblo para cuidar de los huérfanos, los enfermos y
ancianos de entre nosotros, deben ser sostenidas. No se las debe
dejar languidecer, ni permitir que sean un oprobio para la causa
de Dios. La ayuda prestada para sostener las instituciones debe
considerarse, no solamente un deber, sino un precioso privilegio. En
vez de hacernos regalos inútiles unos a otros, compartamos nuestros