Bajo la disciplina de Cristo
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de los niños que asisten a nuestras escuelas no han tenido la debida
preparación en el hogar. A algunos se los dejaba hacer como querían;
a otros se los criticaba y desalentaba. Se les ha manifestado muy
poca disposición placentera y alegre; se les han dirigido muy pocas
palabras de aprobación. Han heredado los caracteres deficientes
de sus padres, y la disciplina del hogar no les ha ayudado en la
formación del debido carácter. El colocar como maestros de estos
niños y jóvenes a personas jóvenes que no han desarrollado un amor
profundo y ferviente hacia Dios y las almas por quienes Cristo murió,
es cometer un error que puede resultar en la pérdida de muchos. Los
que se impacientan e irritan fácilmente no deben ser educadores.
Los maestros deben recordar que no están tratando con hombres
y mujeres, sino con niños que tienen que aprenderlo todo. Y el
aprender es mucho más difícil para unos que para otros. El alumno
poco inteligente necesita mucho más estímulo del que recibe. Si se
coloca sobre estas variadas mentes a maestros que se deleitan en
ordenar, dictar y magnificar su autoridad, a maestros que tratan con
parcialidad, y tienen favoritos para quienes muestran preferencia,
mientras tratan a otros con exigencia y severidad, el resultado será
confusión e insubordinación. Puede ser que a ciertos maestros que
no están dotados de una disposición agradable y bien equilibrada,
se les pida que se encarguen de los niños, pero con ello se hace un
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gran perjuicio a quienes ellos educan.
Un maestro puede tener suficiente educación y conocimiento
en las ciencias para instruir, pero ¿se ha averiguado si tiene tacto y
sabiduría para tratar con las mentes humanas? Si los instructores no
tienen el amor de Cristo en su corazón, no son idóneos para llevar las
graves responsabilidades confiadas a quienes educan a los jóvenes.
Careciendo ellos mismos de la educación superior, no saben tratar
con las mentes humanas. Su propio corazón insubordinado procura
dominar; el sujetar a una disciplina tal el carácter y la mente plástica
de los niños es dejar sobre ésta cicatrices y magulladuras que nunca
se eliminarán.
Maestros que estáis haciendo vuestra obra no sólo para este
tiempo sino para la eternidad, preguntaos: ¿Me constriñe el amor
de Cristo mientras trato con las almas por las cuales él dio su vida?
Bajo su disciplina, ¿desaparecen los viejos rasgos de carácter, que
no están en conformidad con la voluntad de Dios, y los reemplazan