Recordemos la experiencia de nuestra propia niñez
Algunos padres—y algunos maestros también,—parecen olvidar
que ellos mismos fueron niños una vez. Tienen una actitud de digni-
dad, de frialdad y falta de simpatía. Cuandoquiera que se relacionan
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con los jóvenes—en el hogar, en la escuela, en la escuela sabática o
en la iglesia,—mantienen el mismo aire de autoridad, y sus rostros
a menudo tienen una expresión solemne y reprobatoria. La alegría
o la indocilidad infantil, la inquieta actividad de la vida joven, no
tiene excusa a sus ojos. Faltas pequeñas son tratadas como graves
pecados. Tal disciplina no es semejante a la de Cristo. Los niños
educados de esta manera temen a sus padres o maestros, pero no
los aman; no les confían sus experiencias infantiles. Algunas de
las más valiosas cualidades de la mente y del corazón mueren por
congelación, como una tierna planta ante el cierzo invernal.
Sonreíd, padres; sonreíd, maestros. Si vuestro corazón está triste,
no lo revele vuestro rostro. Que la luz del sol proveniente de un
corazón amante y agradecido ilumine el semblante. Descended de
vuestra férrea dignidad, adaptaos a las necesidades de los niños, y
haced que ellos os amen. Debéis ganar su afecto si queréis imprimir
la verdad religiosa sobre su corazón.—
Fundamentals of Christian
Education, 68
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