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Consejos Sobre el Régimen Alimenticio
Cristo dio su vida para comprar la redención del pecador. El
Redentor del mundo sabía que la complacencia del apetito estaba
acarreando debilidad física y amorteciendo las facultades percep-
tivas, de tal manera que las cosas sagradas y eternas no pudieran
ser discernidas. El sabía que la complacencia propia estaba pervir-
tiendo las facultades morales, y que la gran necesidad del hombre
era la conversión: una conversión del corazón, de la mente y del
alma, conversión de una vida de complacencia propia a una vida de
negación del yo y de abnegación. Quiera el Señor ayudarlo a Ud.
como su siervo a apelar a los ministros y a despertar a las iglesias
dormidas. Que el trabajo que Ud. hace como médico y ministro esté
en armonía con los principios. Es con este propósito con el cual
nuestros sanatorios están establecidos, para predicar la verdadera
temperancia...
Como pueblo, necesitamos una reforma, y especialmente la ne-
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cesitan los ministros y maestros de la Palabra. He sido instruida para
decir a nuestros ministros y a los presidentes de nuestras asociacio-
nes: Vuestra utilidad como obreros para Dios en la obra de rescatar a
las almas que perecen, depende mucho de vuestro éxito en dominar
el apetito. Dominad el deseo de gratificar el apetito, y si lo hacéis,
vuestras pasiones serán fácilmente dominadas. Entonces vuestras
facultades mentales y morales serán más fuertes. “Y ellos le han
vencido... por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del
testimonio de ellos”.—
Carta 158, 1909
.
Un ruego a los colaboradores
252. El Señor os ha escogido para hacer su obra, y si trabajáis
con cuidado, con prudencia, y ponéis vuestros hábitos en el comer
en perfecta sujeción al conocimiento que tenéis y a la razón, tendréis
horas mucho más placenteras y agradables que si actuáis impruden-
temente. Aplicad los frenos, resistid vuestro apetito, colocándolo
bajo estricto control, y entonces abandonaos en las manos de Dios.
Prolongad vuestra vida por una cuidadosa vigilancia de vosotros
mismos.—
Carta 49, 1892
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