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El Deseado de Todas las Gentes
amor los salvaría de las consecuencias de su pecado. No es fe lo
que reclama el favor del Cielo sin cumplir las condiciones bajo las
cuales se concede una merced. La fe verdadera tiene su fundamento
en las promesas y provisiones de las Escrituras.
Muchas veces, cuando Satanás no logra excitar la desconfianza,
nos induce a la presunción. Si puede hacernos entrar innecesaria-
mente en el camino de la tentación, sabe que la victoria es suya.
Dios guardará a todos los que anden en la senda de la obediencia;
pero el apartarse de ella es aventurarse en terreno de Satanás. Allí,
lo seguro es que caeremos. El Salvador nos ha ordenado: “Velad y
orad, para que no entréis en tentación.
La meditación y la oración
nos impedirían precipitarnos, sin orden alguna, al peligro, y así nos
ahorraríamos muchas derrotas.
Sin embargo, no deberíamos desanimarnos cuando nos asalta
la tentación. Muchas veces, al encontrarnos en situación penosa,
dudamos de que el Espíritu de Dios nos haya estado guiando. Pero
fué la dirección del Espíritu la que llevó a Jesús al desierto, para ser
tentado por Satanás. Cuando Dios nos somete a una prueba, tiene un
fin que lograr para nuestro bien. Jesús no confió presuntuosamente
en las promesas de Dios yendo a la tentación sin recibir la orden, ni
se entregó a la desesperación cuando la tentación le sobrevino. Ni
debemos hacerlo nosotros. “Fiel es Dios, que no os dejará ser tenta-
dos más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente con
la tentación la salida, para que podáis aguantar.” El dice: “Sacrifica
a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo. E invócame en el día
de la angustia: te libraré, y tú me honrarás.
Jesús salió victorioso de la segunda tentación, y luego Satanás se
le manifestó en su verdadero carácter. Pero no se le apareció como
un odioso monstruo, de pezuñas hendidas y alas de murciélago. Era
un poderoso ángel, aunque caído. Se declaró jefe de la rebelión y
dios de este mundo.
Colocando a Jesús sobre una alta montaña, hizo desfilar delante
de él, en vista panorámica, todos los reinos del mundo en toda su
gloria. La luz del sol hería ciudades llenas de templos, palacios de
mármol, campos feraces y viñedos cargados de frutos. Los rastros
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del mal estaban ocultos. Los ojos de Jesús, hasta poco tiempo antes
afectados por una visión de lobreguez y desolación, contemplaban
ahora una escena de insuperable belleza y prosperidad. Entonces se