Página 142 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
tanto más profunda se volvía su convicción de que era el que había
de venir. Juntamente con muchos otros hijos de Israel, había sentido
honda angustia por la profanación del templo. Había presenciado
la escena cuando Jesús echó a los compradores y vendedores; con-
templó la admirable manifestación del poder divino; vió al Salvador
recibir a los pobres y sanar a los enfermos; vió las miradas de gozo
de éstos y oyó sus palabras de alabanza; y no podía dudar de que
Jesús de Nazaret era el enviado de Dios.
Deseaba ardientemente entrevistarse con Jesús, pero no osaba
buscarle abiertamente. Sería demasiado humillante para un príncipe
de los judíos declararse simpatizante de un maestro tan poco cono-
cido. Si su visita llegase al conocimiento del Sanedrín, le atraería
su desprecio y denuncias. Resolvió, pues, verle en secreto, con la
excusa de que si él fuese abiertamente, otros seguirían su ejemplo.
Haciendo una investigación especial, llegó a saber dónde tenía el
Salvador un lugar de retiro en el monte de las Olivas; aguardó hasta
que la ciudad quedase envuelta por el sueño, y entonces salió en
busca de Jesús.
En presencia de Cristo, Nicodemo sintió una extraña timidez, la
que trató de ocultar bajo un aire de serenidad y dignidad. “Rabbí—
dijo,—sabernos que has venido de Dios por maestro; porque nadie
puede hacer estas señales que tú haces, si no fuere Dios con él.”
Hablando de los raros dones de Cristo como maestro, y también
de su maravilloso poder de realizar milagros, esperaba preparar el
terreno para su entrevista. Sus palabras estaban destinadas a expresar
e infundir confianza; pero en realidad expresaban incredulidad. No
reconocía a Jesús como el Mesías, sino solamente como maestro
enviado de Dios.
En vez de reconocer este saludo, Jesús fijó los ojos en el que
le hablaba, como si leyese en su alma. En su infinita sabiduría, vió
delante de sí a uno que buscaba la verdad. Conoció el objeto de
esta visita, y con el deseo de profundizar la convicción que ya había
penetrado en la mente del que le escuchaba, fué directamente al
tema que le preocupaba, diciendo solemne aunque bondadosamente:
“En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre naciere de lo
alto, no puede ver el reino de Dios.
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Nicodemo había venido al Señor pensando entrar en discusión
con él, pero Jesús descubrió los principios fundamentales de la ver-