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El Deseado de Todas las Gentes
se creen amigos de un hombre bueno y desean mostrarle su fidelidad,
resultan ser sus más peligrosos enemigos! ¡Con cuánta frecuencia,
en vez de fortalecer su fe, sus palabras le deprimen y desalientan!
Como los discípulos del Salvador, Juan el Bautista no compren-
día la naturaleza del reino de Cristo. Esperaba que Jesús ocupase el
trono de David; y como pasaba el tiempo y el Salvador no asumía la
autoridad real, Juan quedaba perplejo y perturbado. Había declarado
a la gente que a fin de que el camino estuviese preparado delante del
Señor, la profecía de Isaías debía cumplirse; las montañas y colinas
debían ser allanadas, lo torcido enderezado y los lugares escabro-
sos alisados. Había esperado que las alturas del orgullo y el poder
humano fuesen derribadas. Había señalado al Mesías como Aquel
cuyo aventador estaba en su mano, y que limpiaría cabalmente su
era, que recogería el trigo en su alfolí y quemaría el tamo con fuego
inextinguible. Como el profeta Elías, en cuyo espíritu y poder había
venido a Israel, esperaba que el Señor se revelase como Dios que
contesta por fuego.
En su misión, el Bautista se había destacado como intrépido
reprensor de la iniquidad, tanto entre los encumbrados como entre
los humildes. Había osado hacer frente al rey Herodes y reprocharle
claramente su pecado. No había estimado preciosa su vida con tal
de cumplir la obra que le había sido encomendada. Y ahora, desde
su mazmorra, esperaba ver al León de la tribu de Judá derribar el
orgullo del opresor y librar a los pobres y al que clamaba. Pero Jesús
parecía conformarse con reunir discípulos en derredor suyo, y sanar
y enseñar a la gente. Comía en la mesa de los publicanos, mientras
que cada día el yugo romano pesaba siempre más sobre Israel; el rey
Herodes y su vil amante realizaban su voluntad, y los clamores de
los pobres y dolientes ascendían al cielo.
Todo esto le parecía un misterio insondable al profeta del desier-
to. Había horas en que los susurros de los demonios atormentaban su
espíritu y la sombra de un miedo terrible se apoderaba de él. ¿Podría
ser que el tan esperado Libertador no hubiese aparecido todavía?
¿Qué significaba entonces el mensaje que él había sido impulsado a
dar? Juan había quedado acerbamente chasqueado del resultado de
su misión. Había esperado que el mensaje de Dios tuviese el mismo
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efecto que cuando la ley fué leída en los días de Josías y Esdras
que
seguiría una profunda obra de arrepentimiento y regreso al Señor.