Encarcelamiento y muerte de Juan
183
Había sacrificado toda su vida al éxito de su misión. ¿Habría sido
en vano?
Perturbaba a Juan el ver que por amor a él sus propios discípulos
albergaban incredulidad para con Jesús. ¿Habría sido vana su obra
para ellos? ¿Habría sido él infiel en su misión, y habría de ser se-
parado de ella? Si el Libertador prometido había aparecido, y Juan
había sido hallado fiel a su misión, ¿no derribaría Jesús el poder del
opresor, dejando en libertad a su heraldo?
Pero el Bautista no renunció a su fe en Cristo. El recuerdo de
la voz del cielo y de la paloma que había descendido sobre él, la
inmaculada pureza de Jesús, el poder del Espíritu Santo que había
descansado sobre Juan cuando estuvo en la presencia del Salvador, y
el testimonio de las escrituras proféticas, todo atestiguaba que Jesús
de Nazaret era el Prometido.
Juan no quería discutir sus dudas y ansiedades con sus compañe-
ros. Resolvió mandar un mensaje de averiguación a Jesús. Lo confió
a dos de sus discípulos, esperando que una entrevista con el Salvador
confirmaría su fe, e impartiría seguridad a sus hermanos. Anhelaba
alguna palabra de Cristo, pronunciada directamente para él.
Los discípulos acudieron a Jesús con la interrogación: “¿Eres tú
aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”
¡Cuán poco tiempo había transcurrido desde que el Bautista
había proclamado, señalando a Jesús: “He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo.” “Este es el que ha de venir tras mí,
el cual es antes de mí.
Y ahora pregunta: “¿Eres tú aquel que había
de venir?” Era una intensa amargura y desilusión para la naturaleza
humana. Si Juan, el precursor fiel, no discernía la misión de Cristo,
¿qué podía esperarse de la multitud egoísta?
El Salvador no respondió inmediatamente a la pregunta de los
discípulos. Mientras ellos estaban allí de pie, extrañados por su
silencio, los enfermos y afligidos acudían a él para ser sanados.
Los ciegos se abrían paso a tientas a través de la muchedumbre;
los aquejados de todas clases de enfermedades, algunos abriéndose
[188]
paso por su cuenta, otros llevados por sus amigos, se agolpaban
ávidamente en la presencia de Jesús. La voz del poderoso Médico
penetraba en los oídos de los sordos. Una palabra, un toque de su
mano, abría los ojos ciegos para que contemplasen la luz del día,
las escenas de la naturaleza, los rostros de sus amigos y la faz del