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El Deseado de Todas las Gentes
Libertador. Jesús reprendía a la enfermedad y desterraba la fiebre.
Su voz alcanzaba los oídos de los moribundos, quienes se levantaban
llenos de salud y vigor. Los endemoniados paralíticos obedecían su
palabra, su locura los abandonaba, y le adoraban. Mientras sanaba
sus enfermedades, enseñaba a la gente. Los pobres campesinos
y trabajadores, a quienes rehuían los rabinos como inmundos, se
reunían cerca de él, y él les hablaba palabras de vida eterna.
Así iba transcurriendo el día, viéndolo y oyéndolo todo los dis-
cípulos de Juan. Por fin, Jesús los llamó a sí y los invitó a ir y contar
a Juan lo que habían presenciado, añadiendo: “Bienaventurado es el
que no fuere escandalizado en mí.” La evidencia de su divinidad se
veía en su adaptación a las necesidades de la humanidad doliente. Su
gloria se revelaba en su condescendencia con nuestro bajo estado.
Los discípulos llevaron el mensaje, y bastó. Juan recordó la
profecía concerniente al Mesías: “Me ungió Jehová; hame enviado a
predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados
de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos abertura
de la cárcel; a promulgar año de la buena voluntad de Jehová.
Las palabras de Cristo no sólo le declaraban el Mesías, sino que
demostraban de qué manera había de establecerse su reino. A Juan
fué revelada la misma verdad que fuera presentada a Elías en el
desierto, cuando sintió “un grande y poderoso viento que rompía
los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová: mas Jehová no
estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto: mas Jehová no
estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego: mas Jehová
no estaba en el fuego.
Y después del fuego, Dios habló al profeta
mediante una queda vocecita. Así había de hacer Jesús su obra, no
con el fragor de las armas y el derrocamiento de tronos y reinos,
sino hablando a los corazones de los hombres por una vida de
misericordia y sacrificio.
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El principio que rigió la vida abnegada del Bautista era también
el que regía el reino del Mesías. Juan sabía muy bien cuán ajeno era
todo esto a los principios y esperanzas de los dirigentes de Israel.
Lo que para él era evidencia convincente de la divinidad de Cristo,
no sería evidencia para ellos, pues esperaban a un Mesías que no
había sido prometido. Juan vió que la misión del Salvador no podía
granjear de ellos sino odio y condenación. El, que era el precursor,