“¿No es éste el hijo del carpintero?”
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Otra vez, mientras escuchaban sus palabras, los nazarenos fueron
movidos por el Espíritu divino. Pero tampoco entonces quisieron
admitir que ese hombre, que se había criado entre ellos, era mayor
que ellos o diferente. Todavía sentían el amargo recuerdo de que,
mientras aseveraba ser el Prometido, les había negado un lugar
con Israel; porque les había demostrado que eran menos dignos
del favor de Dios que una mujer y un hombre paganos. Por ello,
aunque se preguntaban: “¿De dónde tiene éste esta sabiduría, y estas
maravillas?” no le quisieron recibir como el Cristo divino. Por causa
de su incredulidad, el Salvador no pudo hacer muchos milagros entre
ellos. Tan sólo algunos corazones fueron abiertos a su bendición, y
con pesar se apartó, para no volver nunca.
La incredulidad, una vez albergada, continuó dominando a los
hombres de Nazaret. Así dominó al Sanedrín y la nación. Para los
sacerdotes y la gente, el primer rechazamiento de la demostración
del Espíritu Santo fué el principio del fin. A fin de demostrar que
su primera resistencia era correcta, continuaron desde entonces ca-
vilando en las palabras de Cristo. Su rechazamiento del Espíritu
culminó en la cruz del Calvario, en la destrucción de su ciudad, en
la dispersión de la nación a los vientos del cielo.
¡Oh, cuánto anhelaba Cristo revelar a Israel los preciosos tesoros
de la verdad! Pero tal era su ceguera espiritual que fué imposible
revelarle las verdades relativas a su reino. Se aferraron a su credo y
a sus ceremonias inútiles, cuando la verdad del cielo aguardaba su
aceptación. Gastaban su dinero en tamo y hojarasca, cuando el pan
de vida estaba a su alcance. ¿Por qué no fueron a la Palabra de Dios,
para buscar diligentemente y ver si estaban en error? Las escrituras
del Antiguo Testamento presentaban claramente todo detalle del
ministerio de Cristo, y repetidas veces citaba él de los profetas y
decía: “Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos.” Si ellos
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hubiesen escudriñado honradamente las Escrituras, sometiendo sus
teorías a la prueba de la Palabra de Dios, Jesús no habría necesitado
llorar por su impenitencia. No habría necesitado declarar: “He aquí
vuestra casa os es dejada desierta.
Podrían haber conocido las
evidencias de su carácter de Mesías, y la calamidad que arruinó
su orgullosa ciudad podría haber sido evitada. Pero las miras de
los judíos se habían estrechado por su fanatismo irracional. Las
lecciones de Cristo revelaban sus deficiencias de carácter y exigían