El cumplimiento del tiempo
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Las naciones estaban unidas bajo un mismo gobierno. Un idioma se
hablaba extensamente y era reconocido por doquiera como la lengua
literaria. De todos los países, los judíos dispersos acudían a Jerusalén
para asistir a las fiestas anuales, y al volver adonde residían, podían
difundir por el mundo las nuevas de la llegada del Mesías.
En aquel entonces los sistemas paganos estaban perdiendo su
poder sobre la gente. Los hombres se hallaban cansados de ceremo-
nias y fábulas. Deseaban con vehemencia una religión que dejase
satisfecho el corazón. Aunque la luz de la verdad parecía haberse
apartado de los hombres, había almas que buscaban la luz, llenas de
perplejidad y tristeza. Anhelaban conocer al Dios vivo, a fin de tener
cierta seguridad de una vida allende la tumba.
Al apartarse los judíos de Dios, la fe se había empañado y la es-
peranza casi había dejado de iluminar lo futuro. Las palabras de los
profetas no eran comprendidas. Para las muchedumbres, la muerte
era un horrendo misterio; más allá todo era incertidumbre y lobre-
guez. No era sólo el lamento de las madres de Belén, sino el clamor
del inmenso corazón de la humanidad, el que llegó hasta el profeta
a través de los siglos: la voz oída en Ramá, “grande lamentación,
lloro y gemido: Raquel que llora sus hijos; y no quiso ser consolada,
porque perecieron.
Los hombres moraban sin consuelo en “región
y sombra de muerte.” Con ansia en los ojos, esperaban la llegada
del Libertador, cuando se disiparían las tinieblas, y se aclararía el
misterio de lo futuro.
Hubo, fuera de la nación judía, hombres que predijeron el apa-
recimiento de un instructor divino. Eran hombres que buscaban
la verdad, y a quienes se les había impartido el Espíritu de la ins-
piración. Tales maestros se habían levantado uno tras otro como
estrellas en un firmamento obscuro, y sus palabras proféticas habían
encendido esperanzas en el corazón de millares de gentiles.
Desde hacía varios siglos, las Escrituras estaban traducidas al
griego, idioma extensamente difundido por todo el imperio romano.
Los judíos se hallaban dispersos en todas partes; y su espera del
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Mesías era compartida hasta cierto punto por los gentiles. Entre
aquellos a quienes los judíos llamaban gentiles, había hombres que
entendían mejor que los maestros de Israel las profecías bíblicas
concernientes a la venida del Mesías. Algunos le esperaban como
libertador del pecado. Los filósofos se esforzaban por estudiar el