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El Deseado de Todas las Gentes
misterio de la economía hebraica. Pero el fanatismo de los judíos
estorbaba la difusión de la luz. Resueltos a mantenerse separados
de las otras naciones, no estaban dispuestos a impartirles el conoci-
miento que aún poseían acerca de los servicios simbólicos. Debía
venir el verdadero Intérprete. Aquel que fuera prefigurado por todos
los símbolos debía explicar su significado.
Dios había hablado al mundo por medio de la naturaleza, las figu-
ras, los símbolos, los patriarcas y los profetas. Las lecciones debían
ser dadas a la humanidad en su propio lenguaje. El Mensajero del
pacto debía hablar. Su voz debía oírse en su propio templo. Cristo
debía venir para pronunciar palabras que pudiesen comprenderse
clara y distintamente. El, el Autor de la verdad, debía separar la
verdad del tamo de las declaraciones humanas que habían anulado
su efecto. Los principios del gobierno de Dios y el plan de reden-
ción debían ser definidos claramente. Las lecciones del Antiguo
Testamento debían ser presentadas plenamente a los hombres.
Quedaban, sin embargo, entre los judíos, almas firmes, descen-
dientes de aquel santo linaje por cuyo medio se había conservado el
conocimiento de Dios. Confiaban aún en la esperanza de la promesa
hecha a los padres. Fortalecían su fe espaciándose en la seguridad
dada por Moisés: “El Señor vuestro Dios os levantará profeta de
vuestros hermanos, como yo; a él oiréis en todas las cosas que os
hablare.
Además, leían que el Señor iba a ungir a Uno para “pre-
dicar buenas nuevas a los abatidos,” “vendar a los quebrantados de
corazón,” “publicar libertad a los cautivos” y “promulgar año de la
buena voluntad de Jehová.
Leían que pondría “en la tierra juicio;
y las islas esperarán su ley,” como asimismo andarían “las gentes a
su luz, y los reyes al resplandor de su nacimiento.
Las palabras que Jacob pronunciara en su lecho de muerte los
llenaban de esperanza: “No será quitado el cetro de Judá, y el legis-
lador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh.
El desfalleciente
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poder de Israel atestiguaba que se acercaba la llegada del Mesías. La
profecía de Daniel describía la gloria de su reinado sobre un imperio
que sucedería a todos los reinos terrenales; y, decía el profeta: “Per-
manecerá para siempre.
Aunque pocos comprendían la naturaleza
de la misión de Cristo, era muy difundida la espera de un príncipe
poderoso que establecería su reino en Israel, y se presentaría a las
naciones como libertador.