“La luz de la vida”
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y los planetas del sistema solar brillan por la luz reflejada del sol,
así, hasta donde su enseñanza es verdadera, los grandes pensadores
del mundo reflejan los rayos del Sol de justicia. Toda gema del
pensamiento, todo destello de la inteligencia, procede de la Luz del
mundo. Hoy día oímos hablar mucho de la “educación superior.” La
verdadera “educación superior” la imparte Aquel “en el cual están
escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento.” “En él
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
“El que me
sigue—dijo Jesús,—no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la
vida.”
Con las palabras: “Yo soy la luz del mundo,” Jesús declaró ser
el Mesías. En el templo donde Cristo estaba enseñando, Simón el
anciano lo había declarado “luz para ser revelada a los Gentiles, y la
gloria de tu pueblo Israel.
En esas palabras, le había aplicado una
profecía familiar para todo Israel. El Espíritu Santo había declarado
por el profeta Isaías: “Poco es que tú me seas siervo para levantar
las tribus de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel:
también te di por luz de las gentes, para que seas mi salud hasta lo
postrero de la tierra.
Se entendía generalmente que esta profecía
se refería al Mesías, y cuando Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo,”
el pueblo no pudo dejar de reconocer su aserto de ser el Prometido.
Para los fariseos y gobernantes este aserto parecía una arrogante
presunción. No podían tolerar que un hombre semejante a ellos
tuviera tales pretensiones. Simulando ignorar sus palabras, pregunta-
ron: “¿Tú quién eres?” Estaban empeñados en forzarle a declararse
el Cristo. Su apariencia y su obra eran tan diferentes de las ex-
pectativas del pueblo que, como sus astutos enemigos creían, una
proclama directa de sí mismo como el Mesías, hubiera provocado
su rechazamiento como impostor.
Pero a su pregunta: “¿Tú quién eres?” él replicó: “El que al
principio también os he dicho.” Lo que se había revelado por sus pa-
labras se revelaba también por su carácter. El era la personificación
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de las verdades que enseñaba. “Nada hago de mí mismo—continuó
diciendo,—mas como el Padre me enseñó, esto hablo. Porque el
que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre; porque
yo, lo que a él agrada, hago siempre.” No procuró probar su preten-
sión mesiánica, sino que mostró su unión con Dios. Si sus mentes
hubiesen estado abiertas al amor de Dios, hubieran recibido a Jesús.