Página 515 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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La fiesta en casa de Simón
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de Dios. Y el Espíritu Santo menciona, como evidencia de la lealtad
de una mujer a Cristo: “Si ha lavado los pies de los santos; si ha
socorrido a los afligidos; si ha seguido toda buena obra.
Cristo se deleitó en el ardiente deseo de María de hacer bien
a su Señor. Aceptó la abundancia del afecto puro mientras que
sus discípulos no lo comprendieron ni quisieron comprenderlo. El
deseo que María tenía de prestar este servicio a su Señor era de más
valor para Cristo que todo el ungüento precioso del mundo, porque
expresaba el aprecio de ella por el Redentor del mundo. El amor
de Cristo la constreñía. Llenaba su alma la sin par excelencia del
carácter de Cristo. Aquel ungüento era un símbolo del corazón de
la donante. Era la demostración exterior de un amor alimentado por
las corrientes celestiales hasta que desbordaba.
El acto de María era precisamente la lección que necesitaban los
discípulos para mostrarles que la expresión de su amor a Cristo le
alegraría. El había sido todo para ellos, y no comprendían que pron-
to serían privados de su presencia, que pronto no podrían ofrecerle
prueba alguna de gratitud por su grande amor. La soledad de Cris-
to, separado de las cortes celestiales, viviendo la vida de los seres
humanos, nunca fué comprendida ni apreciada por sus discípulos
como debiera haberlo sido. El se apenaba a menudo porque sus dis-
cípulos nunca le daban lo que hubiera debido recibir de ellos. Sabía
que si hubiesen estado bajo la influencia de los ángeles celestiales
que le acompañaban, ellos también hubieran pensado que ninguna
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ofrenda era de suficiente valor para manifestar el afecto espiritual
del corazón.
Su comprensión posterior les dió una verdadera idea de las mu-
chas cosas que hubieran podido hacer para expresar a Jesús el amor
y la gratitud de sus corazones, mientras estaban junto a él. Cuando
ya no estaba con ellos y se sintieron en verdad como ovejas sin
pastor, empezaron a ver cómo hubieran podido hacerle atenciones
que hubieran infundido alegría a su corazón. Ya no cargaron de re-
proches a María, sino a sí mismos. ¡Oh, si hubiesen podido recoger
sus censuras, su presentación del pobre como más digno del don que
Cristo! Sintieron el reproche agudamente cuando quitaron de la cruz
el cuerpo magullado de su Señor.
La misma necesidad es evidente en nuestro mundo hoy. Son
pocos los que aprecian todo lo que Cristo es para ellos. Si lo hi-