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El Deseado de Todas las Gentes
pero les falta la obediencia. Dicen, pero no hacen. En la sentencia
pronunciada sobre la higuera, Cristo demostró cuán abominable es a
sus ojos esta vana pretensión. Declaró que el que peca abiertamente
es menos culpable que el que profesa servir a Dios pero no lleva
fruto para su gloria.
La parábola de la higuera, pronunciada antes de la visita de
Cristo a Jerusalén, está en relación directa con la lección que enseñó
al maldecir el árbol estéril. En el primer caso, el jardinero de la
parábola intercedió así: “Déjala aún este año, hasta que la excave
y estercole. Y si hiciere fruto, bien; y si no, la cortarás después.
Debía aumentarse el cuidado al árbol infructuoso. Debía tener todas
las ventajas posibles. Pero si permanecía sin dar fruto, nada podría
salvarlo de la destrucción. En la parábola, no se indicó el resultado
del trabajo del jardinero. Dependía de aquel pueblo al cual se dirigían
las palabras de Cristo. Los judíos estaban representados por el árbol
infructuoso, y a ellos les tocaba decidir su propio destino. Se les
había concedido toda ventaja que el Cielo podía otorgarles, pero no
aprovecharon sus acrecentadas bendiciones. El acto de Cristo, al
maldecir la higuera estéril, demostró el resultado. Los judíos habían
determinado su propia destrucción.
Durante más de mil años, esa nación había abusado de la miseri-
cordia de Dios y atraído sus juicios. Había rechazado sus amonesta-
ciones y muerto a sus profetas. Los judíos contemporáneos de Cristo
se hicieron responsables de estos pecados al seguir la misma con-
ducta. La culpa de esa generación estribaba en que había rechazado
las misericordias y amonestaciones de que fuera objeto. La gente
que vivía en el tiempo de Cristo estaba cerrando sobre sí los hierros
que la nación había estado forjando durante siglos.
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En toda época se otorgó a los hombres su día de luz y privilegios,
un tiempo de gracia en el que pueden reconciliarse con Dios. Pero
esta gracia tiene un límite. La misericordia puede interceder durante
años, ser despreciada y rechazada. Pero llega al fin un momento
cuando ella hace su última súplica. El corazón se endurece de tal
manera que cesa de responder al Espíritu de Dios. Entonces la
voz suave y atrayente ya no suplica más al pecador, y cesan las
reprensiones y amonestaciones.
Ese día había llegado para Jerusalén. Jesús lloró con angustia
sobre la ciudad condenada, pero no la podía librar. Había agotado