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El Deseado de Todas las Gentes
uno de los doce le traicionaría, y que Pedro le negaría. Pero ahora
sus palabras los incluían a todos.
Esta vez se oyó la voz de Pedro que protestaba vehementemente:
“Aunque todos sean escandalizados, mas no yo.
En el aposento
alto, había declarado: “Mi alma pondré por ti.” Jesús le había ad-
vertido que esa misma noche negaría a su Salvador. Ahora Cristo le
repite la advertencia: “De cierto te digo que tú, hoy, en esta noche,
antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces.”
Pero Pedro “con mayor porfía decía: Si me fuere menester morir
contigo, no te negaré. También todos decían lo mismo.
En la
confianza que tenían en sí mismos, negaron la repetida declaración
de Aquel que sabía. No estaban preparados para la prueba; cuando
la tentación les sobreviniese, comprenderían su propia debilidad.
Cuando Pedro dijo que seguiría a su Señor a la cárcel y a la muer-
te, cada palabra era sincera; pero no se conocía a sí mismo. Ocultos
en su corazón estaban los malos elementos que las circunstancias
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iban a hacer brotar a la vida. A menos que se le hiciese conocer su
peligro, esos elementos provocarían su ruina eterna. El Salvador veía
en él un amor propio y una seguridad que superarían aun su amor
por Cristo. En su experiencia se habían revelado muchas flaquezas,
mucho pecado que no había sido amortiguado, mucha negligencia
de espíritu, un temperamento no santificado y temeridad para ex-
ponerse a la tentación. La solemne amonestación de Cristo fué una
invitación a escudriñar su corazón. Pedro necesitaba desconfiar de sí
mismo, y tener una fe más profunda en Cristo. Si hubiese recibido
con humildad la amonestación, habría suplicado al pastor del rebaño
que guardase su oveja. Cuando, en el mar de Galilea, estaba por
hundirse, clamó: “Señor, sálvame.
Entonces la mano de Cristo se
extendió para tomar la suya. Así también ahora, si hubiese clamado
a Jesús: Sálvame de mí mismo, habría sido guardado. Pero Pedro
sintió que se desconfiaba de él, y pensó que ello era cruel. Ya se
escandalizaba, y se volvió más persistente en su confianza propia.
Jesús miró con compasión a sus discípulos. No podía salvarlos
de la prueba, pero no los dejó sin consuelo. Les aseguró que él estaba
por romper las cadenas del sepulcro, y que su amor por ellos no fal-
taría. “Después que haya resucitado—dijo,—iré delante de vosotros
a Galilea.
Antes que le negasen, les aseguró el perdón. Después