Ante Annás y Caifás
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con Dios. El pueblo que había sido una vez favorecido por Dios se
estaba separando de él, y rápidamente estaba pasando a ser descono-
cido por Jehová. Cuando Cristo en la cruz exclamó: “Consumado
es,
y el velo del templo se rasgó de alto a bajo, el Vigilante Santo
declaró que el pueblo judío había rechazado a Aquel que era el pro-
totipo simbolizado por todas sus figuras, la substancia de todas sus
sombras. Israel se había divorciado de Dios. Bien podía Caifás rasgar
entonces sus vestiduras oficiales que significaban que él aseveraba
ser representante del gran Sumo Pontífice; porque ya no tendrían
significado para él ni para el pueblo. Bien podía el sumo sacerdote
rasgar sus vestiduras en horror por sí mismo y por la nación.
El Sanedrín había declarado a Jesús digno de muerte; pero era
contrario a la ley judaica juzgar a un preso de noche. Un fallo legal
no podía pronunciarse sino a la luz del día y ante una sesión plenaria
del concilio. No obstante esto, el Salvador fué tratado como criminal
condenado, y entregado para ser ultrajado por los más bajos y viles
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de la especie humana. El palacio del sumo sacerdote rodeaba un atrio
abierto en el cual los soldados y la multitud se habían congregado.
A través de ese patio, y recibiendo por todos lados burlas acerca de
su aserto de ser Hijo de Dios, Jesús fué llevado a la sala de guardia.
Sus propias palabras, “sentado a la diestra de la potencia” y “que
viene en las nubes del cielo,” eran repetidas con escarnio. Mientras
estaba en la sala de guardia aguardando su juicio legal, no estaba
protegido. El populacho ignorante había visto la crueldad con que
había sido tratado ante el concilio, y por tanto se tomó la libertad de
manifestar todos los elementos satánicos de su naturaleza. La misma
nobleza y el porte divino de Cristo lo enfurecían. Su mansedumbre,
su inocencia y su majestuosa paciencia, lo llenaban de un odio
satánico. Pisoteaba la misericordia y la justicia. Nunca fué tratado
un criminal en forma tan inhumana como lo fué el Hijo de Dios.
Pero una angustia más intensa desgarraba el corazón de Jesús;
ninguna mano enemiga podría haberle asestado el golpe que le
infligió su dolor más profundo. Mientras estaba soportando las burlas
de un examen delante de Caifás, Cristo había sido negado por uno
de sus propios discípulos.
Después de abandonar a su Maestro en el huerto, dos de ellos se
habían atrevido a seguir desde lejos a la turba que se había apode-
rado de Jesús. Estos discípulos eran Pedro y Juan. Los sacerdotes