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El Deseado de Todas las Gentes
remisión de pecados en todas las naciones comenzando de Jerusalem.
Y vosotros sois testigos de estas cosas.”
Los discípulos empezaron a comprender la naturaleza y exten-
sión de su obra. Habían de proclamar al mundo las verdades admira-
bles que Cristo les había confiado. Los acontecimientos de su vida,
su muerte y resurrección, las profecías que indicaban estos sucesos,
el carácter sagrado de la ley de Dios, los misterios del plan de la
salvación, el poder de Jesús para remitir los pecados, de todo esto
debían ser testigos y darlo a conocer al mundo. Debían proclamar el
Evangelio de paz y salvación por el arrepentimiento y el poder del
Salvador.
“Y como hubo dicho esto, sopló, y díjoles: Tomad el Espíritu
Santo: a los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes
los retuviereis, serán retenidos.” El Espíritu Santo no se había mani-
festado todavía plenamente; porque Cristo no había sido glorificado
todavía. El impartimiento más abundante del Espíritu no sucedió
hasta después de la ascensión de Cristo. Mientras no lo recibiesen,
no podían los discípulos cumplir la comisión de predicar el Evange-
lio al mundo. Pero en ese momento el Espíritu les fué dado con un
propósito especial. Antes que los discípulos pudiesen cumplir sus
deberes oficiales en relación con la iglesia, Cristo sopló su Espíritu
sobre ellos. Les confiaba un cometido muy sagrado y quería hacerles
entender que sin el Espíritu Santo esta obra no podía hacerse.
El Espíritu Santo es el aliento de la vida espiritual. El imparti-
miento del Espíritu es el impartimiento de la vida de Cristo. Comuni-
ca al que lo recibe los atributos de Cristo. Únicamente aquellos que
han sido así enseñados de Dios, los que experimentan la operación
interna del Espíritu y en cuya vida se manifiesta la vida de Cristo,
han de destacarse como hombres representativos, que ministren en
favor de la iglesia.
“A los que remitiereis los pecados—dijo Cristo,—les son remi-
tidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos.” Cristo no da aquí
a nadie libertad para juzgar a los demás. En el sermón del monte,
lo prohibió. Es prerrogativa de Dios. Pero coloca sobre la iglesia
organizada una responsabilidad por sus miembros individuales. La
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iglesia tiene el deber de amonestar, instruir y si es posible restaurar
a aquellos que caigan en el pecado. “Redarguye, reprende, exhorta—
dice el Señor,—con toda paciencia y doctrina.
Obrad fielmente