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Hijas de Dios
cuando oyó la voz del Señor: “¿Por qué molestáis a esta mujer?” [...].
Elevando su voz por encima del murmullo de censuras, dijo: “Ha
hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con
vosotros, pero a mí no me tendréis. Porque al derramar este perfume
sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura”.
Mateo 26:8-12
.—
El Deseado de Todas las Gentes, 512-514 (1898)
.
La mujer samaritana
Este capítulo está basado en Juan 4.
Los judíos y los samaritanos se despreciaban; nunca uno de ellos
habría pedido un favor al otro, aun en gran necesidad. Y nunca un
hombre se habría dirigido a una mujer, si esta no hubiera hablado
primero. Estaba fuera de las costumbres que Jesús le pidiera a la
samaritana agua para beber. El diálogo que siguió, cambió la vida
de ella
.
¡Cuán agradecidos debiéramos estar que Cristo tomó la natu-
raleza humana sobre sí mismo! Y aunque lo hizo, continuó siendo
divino. Todos los atributos del Padre estaban en Cristo. Su divinidad
estaba vestida de humanidad. Era el Creador del cielo y la tierra.
Y sin embargo, mientras vivió sobre la tierra se cansaba, como les
sucede a los hombres, y buscaba descanso de las continuas presiones
de su labor. El que había hecho el océano y tenía control sobre las
profundidades de las aguas; el que había abierto los manantiales y
las vertientes de la tierra, tenía la necesidad de descansar junto al
pozo de Jacob, y pedir agua para beber a una desconocida mujer
samaritana.
Cuando ella cuestionó el hecho de que cómo siendo judío le
estaba pidiendo agua a ella, que era samaritana, la respuesta de
Cristo reveló a la mujer su naturaleza divina: “Si conocieras el don
de Dios, y quién es el que te dice: dame de beber; tú le pedirías y él
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te daría agua viva”. Y cuando la mujer se mostró sorprendida por
la declaración, Jesús agregó: “Cualquiera que beba de esta agua,
volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no
tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente
de agua que salte para vida eterna”.
Vers. 10-14
.—
The Review and
Herald, 19 de mayo de 1896
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