Hombres y mujeres de oración
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Moisés conocía bien la perversidad y ceguera de los que habían
sido confiados a su cuidado; conocía las dificultades con las cuales
tendría que tropezar. Pero había aprendido que para persuadir al
pueblo, debía recibir ayuda de Dios. Pidió una revelación más clara
de la voluntad divina, y una garantía de su presencia: “Mira, tú me
dices a mí: Saca este pueblo: y tú no me has declarado a quién has
de enviar conmigo: sin embargo tú dices: Yo te he conocido por tu
nombre, y has hallado también gracia en mis ojos. Ahora, pues, si he
hallado gracia en tus ojos, ruégote que me muestres ahora tu camino,
para que te conozca, porque halle gracia en tus ojos: y mira que tu
pueblo es aquesta gente”.
La contestación fue: “Mi rostro irá contigo, y te haré descansar”.
Pero Moisés no estaba satisfecho todavía. Pesaba sobre su alma el
conocimiento de los terribles resultados que se producirían si Dios
dejara a Israel librado al endurecimiento y la impenitencia. No podía
soportar que sus intereses se separasen de los de sus hermanos, y
pidió que el favor de Dios fuese devuelto a su pueblo, y que la prueba
de su presencia continuase dirigiendo su camino: “Si tu rostro no ha
de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí
que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en andar tú
con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los
pueblos que están sobre la faz de la tierra?”
La contestación fue esta: “También haré esto que has dicho,
por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu
nombre”. El profeta aun no dejó de suplicar. Todas sus oraciones
habían sido oídas, pero tenía fervientes deseos de obtener aun ma-
yores pruebas del favor de Dios. Entonces hizo una petición que
ningún ser humano había hecho antes: “Ruégote que me muestres tu
gloria”.
Dios no le reprendió por su súplica ni la consideró presuntuosa,
sino que, al contrario, dijo bondadosamente: “Yo haré pasar todo mi
bien delante de tu rostro”. Ningún hombre puede, en su naturaleza
mortal, contemplar descubierta la gloria de Dios y vivir; pero a
Moisés se le aseguró que presenciaría toda la gloria divina que
pudiera soportar. Nuevamente se le ordenó subir a la cima del monte;
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entonces la mano que hizo el mundo, aquella mano “que arranca,
los montes con su furor, y no conocen quién los trastornó” (
Job 9:5
),
tomó a este ser hecho de polvo, a ese hombre de fe poderosa, y lo