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Capítulo 29—El privilegio de la oració
Dios nos habla por la naturaleza y por la revelación, por su pro-
videncia y por la influencia de su Espíritu. Pero esto no es suficiente,
necesitamos abrirle nuestro corazón. Para tener vida y energía es-
pirituales debemos tener verdadero intercambio con nuestro Padre
celestial. Puede ser nuestra mente atraída hacia él; podemos meditar
en sus obras, sus misericordias, sus bendiciones; pero esto no es,
en el sentido pleno de la palabra, estar en comunión con él. Para
ponernos en comunión con Dios, debemos tener algo que decirle
tocante a nuestra vida real.
Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo.
No es que se necesite esto para que Dios sepa lo que somos, sino a
fin de capacitarnos para recibirlo. La oración no baja a Dios hasta
nosotros, antes bien nos eleva a él.
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Cuando Jesús estuvo sobre la tierra, enseñó a sus discípulos a
orar. Los enseñó a presentar a Dios sus necesidades diarias y a echar
toda su solicitud sobre él. Y la seguridad que les dio de que sus
oraciones serían oídas, nos es dada también a nosotros.
Jesús mismo, cuando habitó entre los hombres, oraba frecuen-
temente. Nuestro Salvador se identificó con nuestras necesidades y
flaquezas convirtiéndose en un suplicante que imploraba de su Padre
nueva provisión de fuerza, para avanzar fortalecido para el deber y
la prueba. Él es nuestro ejemplo en todas las cosas. Es un hermano
en nuestras debilidades, “tentado en todo así como nosotros”, pero
como ser inmaculado, rehuyó el mal; sufrió las luchas y torturas de
alma de un mundo de pecado. Como humano, la oración fue para él
una necesidad y un privilegio. Encontraba consuelo y gozo en estar
en comunión con su Padre. Y si el Salvador de los hombres, el Hijo
de Dios, sintió la necesidad de orar, ¡cuánto más nosotros, débiles
mortales, manchados por el pecado, no debemos sentir la necesidad
de orar con fervor y constancia!
Este capítulo aparece en
El Camino a Cristo, 92-105
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